Cierro los ojos y oigo el rumor de un antiguo imperio,
el aliento viscoso de una miríada de almas atrapadas.
Huelo las piedras, siento las paredes vivir y erguirse,
hendir el suelo frío, volver a la tierra y crepitar en ella;
toco las trazas de las lanzas en los muros y el orgullo,
heridas ya cicatrizadas de un cadáver bello e inmortal;
toco las manos que construyeron el mismo sendero:
la columna, el templo y el circo, la calzada, la arena…
los ancestros que nunca lloraré por sólo ser recuerdo.
Los ancestros que susurran al viento: vida y misterio.
Siento la carga de un mundo descender y fallecer,
estrangulada y desmantelada en lágrimas pétreas,
perlas de nácar y marfil desperdigadas en el suelo,
humedad de los siglos, arañazos a las memorias.
Veo un cuerpo amortajado, un ajuar esplendoroso
y una miríada de almas que caminan sobre ellos,
miles de personas que observan el gris obelisco,
miran el último aliento del gladiador que no ven,
el descarnado pulgar que ha decidido ya: es el fin.
Los insolentes, los soberbios, hombres y mujeres,
jóvenes y ancianos, los respetuosos y los humildes.
Guerras, paz y oraciones: todo es tinta en el libro,
libro que es memoria, memoria: su último aliento.
Nacimiento, gloria y esplendor, decadencia, caída,
visto desde aquí, en una postal, duro dolor lejano:
visto en una triste fotografía: ruina y museo magno,
una imagen nostálgica del transcurso de los tiempos.