Con una sonrisa escribías dolor en las paredes,
levantabas un muro de hojarasca pútrida en la ventana,
aparecían cadenas de oro, finas telarañas en los rincones,
hilos que te condenarían a una caja a las tres de la madrugada
mientras seguías elucubrando, tejiendo tus propias esposas
sin perdonarte ni olvidar que eras consciente de ello.
Y te piden los cordones que ya no tienes
porque te inspiraba terror lo que harías con ellos
o
con tu propia lengua, esa daga asesina que masticarías.
Lees versos, palabras que te prestaron;
mientras los impíos te lanzan las sobras
o
cantan que este es un mundo feroz
y marcha a ritmo de soldado-caníbal.
Te perseguiste hasta encerrarte en esta casa blanca
donde te mienten y te sobornan con agua turbia.
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