Ese dinosaurio, un mísero plástico,
vive cautivo, domesticado, sufre
en los puños del niño-general
que balbucea vuelos y disparos.
Arrasa la enorme ciudad de cartón
mientras los dedos le extirpan
sonidos infantiles, chillidos blancos,
suspiros sintéticos y desinflados.
Su destino llega en forma de cajón,
se reúne con los coches, el cowboy
y ladrillos de colores, muere con ellos
arrollado por la oscuridad y el olvido.
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