El techo de aquel atardecer
era sabrosamente tierno,
tan blando y cristalino
que un carozo certero
podría haberlo roto
en mil chupetes llorones.
Paseaban dos figuras junto
a una pequeña deidad amodorrada
en un trono que antes les perteneció.
Se recogen,
las primeras estrellas
traspasan el umbral del telón,
actrices de oscuridad y frescor
de una obra que acaba de comenzar.
Un dulce susurro termina por cerrar los ojos divinos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario